Edición Nro 184 - Octubre de 2014
EDITORIAL
El kirchnerismo como cultura política
Por José Natanson
Qué quedará del kirchnerismo cuando el kirchnerismo, tal como lo conocemos, deje el poder?
Los más críticos, los que defienden la idea de que el actual ciclo político fue una sucesión de impulsos destructivos disimulados tras una tenue máscara de falso progresismo, imaginan una escena al estilo Volver al futuro II, en la que Marty McFly, el doctor Brown y Jennifer (interpretada por una deslumbrante Elisabeth Shue) viajan a una ciudad pos-industrial desolada por la polución, desprovista de espacios públicos (el viejo colegio de Marty, el instituto Hill Valley, ya no existe) y en donde la policía patrulla día y noche las cuadras de casas enrejadas para evitar una… ¡ola de inseguridad! Vistas así las cosas, el próximo gobierno deberá encarar una delicada tarea de reconstrucción sobre tierra arrasada.
Para el kirchnerismo sunnita la respuesta es más simple: el kirchnerismo se transformará en una épica de la resistencia, de la que los sectores más radicales (el kirchnerismo wahabí) ya han comenzado, por si acaso, a construir una estética. Menos difundida pero no menos extrema que la anterior, esta interpretación pretende emparentar a un kirchnerismo en el llano con la resistencia peronista que, según cuenta la leyenda, sobrevino al golpe de 1955. Por supuesto, al hacerlo pasa por alto el detalle del contexto (una sucesión de gobiernos autoritarios versus uno que, sea cual fuere, surgirá de las urnas) y, quizás más importante, la verdadera cara del adversario: incluso si se produce la mentada restauración conservadora, es decir si se impone un candidato de derecha, será una derecha diferente a la que imaginan. La promesa de un giro está encarnada en dirigentes que ofrecen un mix de gobernabilidad económica, seguridad en las calles y la continuidad de las políticas sociales. En otras palabras, una derecha pos-autoritaria y pos-neoliberal (lo que no quiere decir que no pueda ser neoliberal, o un poco neoliberal), cuyos candidatos prosperan en la oposición pero también en el oficialismo.
Cultura política
Tan lejos del apocalipsis como de la idealización, mi tesis es que, más allá del resultado de las elecciones del año que viene, del peso institucional que retenga y la incidencia política que logre conservar, el kirchnerismo sobrevivirá bajo la forma de una cultura política. ¿Qué significa esto? Básicamente, el modo en que una sociedad organiza sus intereses y valores, tramita sus conflictos y se da a sí misma un orden que refleja su idiosincrasia y que es, por lo tanto, el saldo, siempre provisorio, de su historia. Durante años confinada al rincón de la ciencia política, que la consideraba poco más que una forma elegante de referirse al “ser nacional”, la cultura política fue rescatada por los estudios pioneros de Gabriel Almond y elevada a una categoría científica que, mediante complejas investigaciones de opinión, permite medir, analizar y comparar diferentes países y períodos históricos (1).
Un ejemplo de este tipo de enfoques es la encuesta de orientaciones ideológicas de Flacso-Ibarómetro (2). De acuerdo a la investigación, un porcentaje mayoritario de los argentinos se manifiesta a favor de una intervención activa del Estado en la economía (61,8 por ciento), prefiere las alianzas con los países de la región antes que con las potencias del primer mundo (53,6), apoya los juicios por violaciones a los derechos humanos (61,4) y asegura que la búsqueda de la igualdad debe ser, más que de la libertad, el principal objetivo de un gobierno democrático (50,5 contra 32,8). Como es de suponer, los resultados hubieran sido muy diferentes en otros momentos de nuestra historia, por ejemplo en los 90, y son también distintos si se los compara con los de otros países. En suma, las principales orientaciones políticas del kirchnerismo definen un núcleo básico de ideas compartido por un porcentaje mayoritario de la población.
Pero las cosas, como siempre, son más complicadas. En las sociedades democráticas modernas, la cultura política no es una sola sino una serie de capas que se superponen unas sobre otras, como en los bizcochuelos de los cumpleaños. En la Argentina actual, por ejemplo, la cultura política del menemismo –un liberalismo pro-mercado envuelto en un ultra-pragmatismo que apela a una supuesta “conciencia del mundo” para situar el verdadero lugar de Argentina– convive con la cultura política duhaldista, cuya sobrevida no deja de asombrar: singular expresión del conservadurismo popular típico de los caudillos peronistas del interior, el duhaldismo combina un núcleo duro de derecha ideológica con dosis no menores de sensibilidad social y una conciencia casi telepática de los problemas del territorio, donde se cifra la ecuación de sus éxitos y fracasos, que por ejemplo lo llevó a apostar tempranamente por la activación política de las amas de casa como mecanismo de contención social: las manzaneras, una aventura militante que a esta altura merecería un desagravio. En todo caso, no es difícil detectar detrás de las sonrisas dentífricas de la nueva generación de políticos bonaerenses –los Scioli, los Massa, los Insaurralde– el fondo de olla de la cocina duhaldista.
Pero la cultura política más densa, la que ha dejado una huella más profunda en nuestro modo de entender la democracia y las instituciones, es la cultura de la transición simbolizada en el ideal alfonsinista (3). Construido sobre las cenizas humeantes de los dos grandes paradigmas que habían orientado la política desde la posguerra (el paradigma populista en el plano práctico y el socialista en el teórico), el alfonsinismo expresa un espacio común de diálogo y búsqueda de consensos del cual el rechazo innegociable a cualquier forma de violencia política quizás sea su rasgo más sobresaliente, a la vez que postula la autonomía del Estado respecto de las corporaciones, sean éstas sindicales, militares o económicas. Importa poco a esta altura si Alfonsín, en el ejercicio concreto de sus casi seis años de gobierno, fue efectivamente eso, si el tan revisitado tape de su enojo con Clarín fue un desborde ocasional o una línea de acción política real. Lo que interesa es lo que el alfonsinismo dejó en nuestro sentido común, el fragmento de Alfonsín que todos llevamos dentro, hecho de plazas llenas, retiradas negociadas, Moncloas.
En esta línea, resulta interesante comprobar que la valoración social de cierto período histórico no necesariamente coincide con el balance más inmediato, como si el tiempo impusiera la distancia necesaria para las conclusiones sabias. El gobierno de Alfonsín, que terminó anticipadamente en medio de la hiperinflación y los saqueos, goza hoy de un apoyo ecuménico con el que el ex presidente nunca se hubiera atrevido a soñar, mientras que el de Menem, que entregó el poder en tiempo y forma en un marco de estabilidad económica, ha caído en desgracia. Por supuesto, el pasado siempre se mira a la luz del presente, y al contraste entre una evaluación y otra contribuye la idealización del alfonsinismo elaborada por la actual oposición tanto como la tarea de demolición del ciclo menemista emprendida por el kirchnerismo.
El futuro
El kirchnerismo tiene por delante el año más difícil de su largo ciclo político, marcado por una novedosa recesión económica, el evidente amesetamiento de los indicadores sociales y la tensión política derivada de la sucesión presidencial. Aunque no hay en el horizonte un escenario catastrófico como el que acompañó el final del ciclo alfonsinista y el estallido de la convertibilidad, desde hace ya un tiempo que los meses finales del año se han transformado, por la lógica de la liquidación de divisas del agro, en el momento más delicado de la puja devaluatoria, que en las últimas semanas recuperó protagonismo. Sin embargo, conviene analizar las cosas con cuidado. Con el apoyo entusiasta de un sector significativo de la sociedad, el control de resortes institucionales claves y un liderazgo talentoso, el gobierno cuenta con todos los elementos para pilotear una transición serena que, incluso si concluye con el triunfo de un candidato de su propio espacio, será el comienzo de un nuevo tiempo político.
Pero para eso todavía falta un año. Por ahora insistamos con el kirchnerismo como cultura política. Así como hoy, a 25 años de su salida del gobierno, todavía encontramos personas que se definen como alfonsinistas (yendo todavía más atrás, incluso existen algunos que se reivindican frondizistas), mi impresión es que en el futuro habrá muchos kirchneristas (más allá, insisto, de si el kirchnerismo realmente existente gana o pierde; de hecho Alfonsín no ganó una sola elección desde su renuncia a la Presidencia). ¿Cómo serán estos seres del mañana? Portarán los vectores de la cultura política descripta más arriba, una plastilina multicolor que combina gobernabilidad económica con inclusión social, creación de nuevos derechos y, tal vez lo central, una conciencia de la autonomía del Estado para resolver los conflictos sociales sin ignorar el peso real de los actores. O como le dijo Néstor Kirchner a un sindicalista que le pedía reformas más radicales: “Lo que ustedes tienen que entender es que yo necesito que empaten para poder desempatar”.
1. Gabriel Almond y Sidney Verba, The Civic Culture, Princeton University Press. Lo explica Ignacio Ramírez en “Evolución reciente del interés político de los argentinos”, www.maspoderlocal.es
2. Ver Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, julio de 2013.
3. Nicolás Freibrun, La reinvención de la democracia. Intelectuales e ideas políticas en la Argentina de los 80, Miño y Dávila, 2014.
Los más críticos, los que defienden la idea de que el actual ciclo político fue una sucesión de impulsos destructivos disimulados tras una tenue máscara de falso progresismo, imaginan una escena al estilo Volver al futuro II, en la que Marty McFly, el doctor Brown y Jennifer (interpretada por una deslumbrante Elisabeth Shue) viajan a una ciudad pos-industrial desolada por la polución, desprovista de espacios públicos (el viejo colegio de Marty, el instituto Hill Valley, ya no existe) y en donde la policía patrulla día y noche las cuadras de casas enrejadas para evitar una… ¡ola de inseguridad! Vistas así las cosas, el próximo gobierno deberá encarar una delicada tarea de reconstrucción sobre tierra arrasada.
Para el kirchnerismo sunnita la respuesta es más simple: el kirchnerismo se transformará en una épica de la resistencia, de la que los sectores más radicales (el kirchnerismo wahabí) ya han comenzado, por si acaso, a construir una estética. Menos difundida pero no menos extrema que la anterior, esta interpretación pretende emparentar a un kirchnerismo en el llano con la resistencia peronista que, según cuenta la leyenda, sobrevino al golpe de 1955. Por supuesto, al hacerlo pasa por alto el detalle del contexto (una sucesión de gobiernos autoritarios versus uno que, sea cual fuere, surgirá de las urnas) y, quizás más importante, la verdadera cara del adversario: incluso si se produce la mentada restauración conservadora, es decir si se impone un candidato de derecha, será una derecha diferente a la que imaginan. La promesa de un giro está encarnada en dirigentes que ofrecen un mix de gobernabilidad económica, seguridad en las calles y la continuidad de las políticas sociales. En otras palabras, una derecha pos-autoritaria y pos-neoliberal (lo que no quiere decir que no pueda ser neoliberal, o un poco neoliberal), cuyos candidatos prosperan en la oposición pero también en el oficialismo.
Cultura política
Tan lejos del apocalipsis como de la idealización, mi tesis es que, más allá del resultado de las elecciones del año que viene, del peso institucional que retenga y la incidencia política que logre conservar, el kirchnerismo sobrevivirá bajo la forma de una cultura política. ¿Qué significa esto? Básicamente, el modo en que una sociedad organiza sus intereses y valores, tramita sus conflictos y se da a sí misma un orden que refleja su idiosincrasia y que es, por lo tanto, el saldo, siempre provisorio, de su historia. Durante años confinada al rincón de la ciencia política, que la consideraba poco más que una forma elegante de referirse al “ser nacional”, la cultura política fue rescatada por los estudios pioneros de Gabriel Almond y elevada a una categoría científica que, mediante complejas investigaciones de opinión, permite medir, analizar y comparar diferentes países y períodos históricos (1).
Un ejemplo de este tipo de enfoques es la encuesta de orientaciones ideológicas de Flacso-Ibarómetro (2). De acuerdo a la investigación, un porcentaje mayoritario de los argentinos se manifiesta a favor de una intervención activa del Estado en la economía (61,8 por ciento), prefiere las alianzas con los países de la región antes que con las potencias del primer mundo (53,6), apoya los juicios por violaciones a los derechos humanos (61,4) y asegura que la búsqueda de la igualdad debe ser, más que de la libertad, el principal objetivo de un gobierno democrático (50,5 contra 32,8). Como es de suponer, los resultados hubieran sido muy diferentes en otros momentos de nuestra historia, por ejemplo en los 90, y son también distintos si se los compara con los de otros países. En suma, las principales orientaciones políticas del kirchnerismo definen un núcleo básico de ideas compartido por un porcentaje mayoritario de la población.
Pero las cosas, como siempre, son más complicadas. En las sociedades democráticas modernas, la cultura política no es una sola sino una serie de capas que se superponen unas sobre otras, como en los bizcochuelos de los cumpleaños. En la Argentina actual, por ejemplo, la cultura política del menemismo –un liberalismo pro-mercado envuelto en un ultra-pragmatismo que apela a una supuesta “conciencia del mundo” para situar el verdadero lugar de Argentina– convive con la cultura política duhaldista, cuya sobrevida no deja de asombrar: singular expresión del conservadurismo popular típico de los caudillos peronistas del interior, el duhaldismo combina un núcleo duro de derecha ideológica con dosis no menores de sensibilidad social y una conciencia casi telepática de los problemas del territorio, donde se cifra la ecuación de sus éxitos y fracasos, que por ejemplo lo llevó a apostar tempranamente por la activación política de las amas de casa como mecanismo de contención social: las manzaneras, una aventura militante que a esta altura merecería un desagravio. En todo caso, no es difícil detectar detrás de las sonrisas dentífricas de la nueva generación de políticos bonaerenses –los Scioli, los Massa, los Insaurralde– el fondo de olla de la cocina duhaldista.
Pero la cultura política más densa, la que ha dejado una huella más profunda en nuestro modo de entender la democracia y las instituciones, es la cultura de la transición simbolizada en el ideal alfonsinista (3). Construido sobre las cenizas humeantes de los dos grandes paradigmas que habían orientado la política desde la posguerra (el paradigma populista en el plano práctico y el socialista en el teórico), el alfonsinismo expresa un espacio común de diálogo y búsqueda de consensos del cual el rechazo innegociable a cualquier forma de violencia política quizás sea su rasgo más sobresaliente, a la vez que postula la autonomía del Estado respecto de las corporaciones, sean éstas sindicales, militares o económicas. Importa poco a esta altura si Alfonsín, en el ejercicio concreto de sus casi seis años de gobierno, fue efectivamente eso, si el tan revisitado tape de su enojo con Clarín fue un desborde ocasional o una línea de acción política real. Lo que interesa es lo que el alfonsinismo dejó en nuestro sentido común, el fragmento de Alfonsín que todos llevamos dentro, hecho de plazas llenas, retiradas negociadas, Moncloas.
En esta línea, resulta interesante comprobar que la valoración social de cierto período histórico no necesariamente coincide con el balance más inmediato, como si el tiempo impusiera la distancia necesaria para las conclusiones sabias. El gobierno de Alfonsín, que terminó anticipadamente en medio de la hiperinflación y los saqueos, goza hoy de un apoyo ecuménico con el que el ex presidente nunca se hubiera atrevido a soñar, mientras que el de Menem, que entregó el poder en tiempo y forma en un marco de estabilidad económica, ha caído en desgracia. Por supuesto, el pasado siempre se mira a la luz del presente, y al contraste entre una evaluación y otra contribuye la idealización del alfonsinismo elaborada por la actual oposición tanto como la tarea de demolición del ciclo menemista emprendida por el kirchnerismo.
El futuro
El kirchnerismo tiene por delante el año más difícil de su largo ciclo político, marcado por una novedosa recesión económica, el evidente amesetamiento de los indicadores sociales y la tensión política derivada de la sucesión presidencial. Aunque no hay en el horizonte un escenario catastrófico como el que acompañó el final del ciclo alfonsinista y el estallido de la convertibilidad, desde hace ya un tiempo que los meses finales del año se han transformado, por la lógica de la liquidación de divisas del agro, en el momento más delicado de la puja devaluatoria, que en las últimas semanas recuperó protagonismo. Sin embargo, conviene analizar las cosas con cuidado. Con el apoyo entusiasta de un sector significativo de la sociedad, el control de resortes institucionales claves y un liderazgo talentoso, el gobierno cuenta con todos los elementos para pilotear una transición serena que, incluso si concluye con el triunfo de un candidato de su propio espacio, será el comienzo de un nuevo tiempo político.
Pero para eso todavía falta un año. Por ahora insistamos con el kirchnerismo como cultura política. Así como hoy, a 25 años de su salida del gobierno, todavía encontramos personas que se definen como alfonsinistas (yendo todavía más atrás, incluso existen algunos que se reivindican frondizistas), mi impresión es que en el futuro habrá muchos kirchneristas (más allá, insisto, de si el kirchnerismo realmente existente gana o pierde; de hecho Alfonsín no ganó una sola elección desde su renuncia a la Presidencia). ¿Cómo serán estos seres del mañana? Portarán los vectores de la cultura política descripta más arriba, una plastilina multicolor que combina gobernabilidad económica con inclusión social, creación de nuevos derechos y, tal vez lo central, una conciencia de la autonomía del Estado para resolver los conflictos sociales sin ignorar el peso real de los actores. O como le dijo Néstor Kirchner a un sindicalista que le pedía reformas más radicales: “Lo que ustedes tienen que entender es que yo necesito que empaten para poder desempatar”.
1. Gabriel Almond y Sidney Verba, The Civic Culture, Princeton University Press. Lo explica Ignacio Ramírez en “Evolución reciente del interés político de los argentinos”, www.maspoderlocal.es
2. Ver Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, julio de 2013.
3. Nicolás Freibrun, La reinvención de la democracia. Intelectuales e ideas políticas en la Argentina de los 80, Miño y Dávila, 2014.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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